Puede el director de una solemne orquesta sinfónica ser un fenómeno de la alegría? El venezolano Gustavo Dudamel, con el carisma de un 'rock star', es la respuesta afirmativa a esta pregunta. El periodista peruano Julio Villanueva Chang, fundador de la revista 'Etiqueta Negra', retrata para 'Cultura/s' al actual director de la Filarmónica de Los Ángeles, el músico criado en el Sistema de Orquestas Juveniles de Venezuela fundado por José Antonio Abreu y que hoy, con su batuta, es capaz de entusiasmar a público y músicos hasta las lágrimas
1.
Una mañana del 2010, el director de orquesta Gustavo Dudamel vio en YouTube a un bebé alemán dirigiendo una sinfonía de Beethoven. Dudamel estaba en pijama y navegaba en su computador portátil buscando por internet esos vídeos tontos que nos hacen reír. En algún momento de su vida, todo padre de familia ve a su bebé agitar los brazos en forma de caos y se le ocurre que es un genial director de orquesta. Ante el prodigio en pañales, el hombre que aún no cumple treinta años y ya dirige tres orquestas sinfónicas llamó a su mujer con el asombro urgente y primitivo de quien está viendo algo irrepetible. Sentada en un sofá de su casa en Caracas, Eloísa Maturén, una ex bailarina de danza moderna a quien el director de orquesta enamoró tras invitarla a bailar, tenía la mirada perdida y angustiada en una noticia de la que que se acababa de enterar en el cuarto de baño. Pensó que Dudamel la llamaba para mostrarle una nueva interpretación de El lago de los cisnes. Se asomó a la computadora, vio al bebé con ademanes de director de orquesta y, de repente, se puso a llorar.
-¿Qué sucede? -le dijo Dudamel.
-Estoy embarazada.
Dentro de la computadora, el bebé alemán seguía agitando los brazos ante una sinfónica imaginaria. Fuera de ella, Dudamel, el último hit de los directores de orquesta, sonreía como maniatado.
Ahora le tocaba dirigir una familia.
Una orquesta sinfónica es, por supuesto, una familia. Dudamel es responsable de tres: la Filarmónica de Los Ángeles, la Juvenil Simón Bolívar de Venezuela y la Sinfónica de Gotemburgo. Dirigir una orquesta ha sido siempre para él como un juego en el que no ha faltado la disciplina lejana de la severidad. A los seis años, su juego favorito era ordenar unos muñecos en forma de orquesta sobre el piso de su cuarto, poner una grabación como elCapriccio italiano de Tchaikovsky, y dirigirla como el bebé alemán. Cuando Dudamel iba a su escuela en Barquisimeto, la ciudad al sur de Venezuela donde nació, dejaba una advertencia a su abuela: "No vaya a limpiar ahí -le decía-. Está mi orquesta". Cuando regresaba, los músicos en miniatura seguían allí. Su padre tocaba el trombón en una orquesta de salsa. Cuando era niño, Dudamel quería ser trombonista, pero no le alcanzaban los brazos.
Una tarde, cuando tenía doce años y tocaba el violín en una orquesta de cámara, Dudamel dejó sus cuerdas en una silla. El profesor de música no había llegado a clase y él se levantó para dirigir el ensayo. Cuando el maestro llegó, le dijo algo sabio.
-Continúe.
Fue su primera vez.
Dudamel no recuerda bien si dirigió una de Mozart, o unas danzas renacentistas de Peter Warlock.
-Siempre vi la música clásica como un juguete -me dijo otra tarde en Caracas.
Un bebé por venir no era un juguete. Felices y asustados, Dudamel y Eloísa Maturén decidieron guardar el secreto por tres meses. Doce semanas después, un médico les entregó un DVD con el primer ecograma del niño en audio y vídeo. En una reunión familiar, mientras celebraban los cumpleaños de las madres de ambos, anunciaron la noticia. Y pulsaron play al vídeo prenatal: "Miren cómo mueve el bracito -alertó alguien-. Va a ser director". Mientras el bebé prepara un concierto en la barriga de su madre, ella le prepara una lista de música. Dudamel suele escucharla en dos iPod: uno plateado para música clásica, y uno negro para la música pop. Eloísa Maturén prefiere los Nocturnos de Chopin, la música con la que ella hacía sus clases de ballet, y óperas de Mozart como Don Giovanni, pero también Pink Floyd y los boleros de Celia Cruz. Por ahora, el más carismático de los directores de orquesta del siglo XXI tiene grabados los latidos del bebé en su BlackBerry.
2.
Una noche de octubre del 2010, después de dirigir a la Filarmónica de Los Ángeles, Dudamel entró apurado en el vestíbulo del Walt Disney Concert Hall. Había un hombre que lo aguardaba impaciente. Dudamel llevaba un esmoquin, cuyos tirantes había dejado caer de sus hombros hasta sus piernas como dos serpentinas de negro. Se le veía relajado y risueño, conversando y riéndose con toda la gente que estaba en su camerino para felicitarlo. Acababa de dirigir por primera vez la Turangalîla, de Olivier Messiaen, una historia de amor en forma de sinfonía, un desafío al virtuosismo, la concentración y la unidad en los músicos de las mayores orquestas del mundo. Es una obra cuya complejidad hace que los maestros tarden a veces años en aprenderla y que por eso suelen postergar. Lo habían ovacionado durante cinco minutos. En un instante, Eloísa Maturén, su mujer, se llevó a Dudamel como bailando con él hacia el fondo del vestíbulo y se encerraron allí tras una puerta corrediza.
Dos minutos después abrieron las puertas y Dudamel apareció sin el esmoquin, vestido como suele hacerlo: una camiseta negra con cuello, blue jean y zapatos mocasines, como un muchacho que va los domingos a una iglesia. Frente a él, sentado en uno de los brazos de un sofá, estaba el legendario productor de Michael Jackson y del último Frank Sinatra, el amigo íntimo de Ray Charles, el alguna vez trompetista de Dizzy Gillespie, el compositor de música para películas de Spielberg, el ex marido de Nastassja Kinski, Quincey Jones, el hombre que lo esperaba, había ido al camerino para felicitarlo. Se conocían desde dos años atrás. Quincey Jones fue uno de los curadores del primer concierto de Dudamel en el Hollywood Bowl, la primera vez que lo invitaron a dirigir la Filarmónica de Los Ángeles. Llevaba un traje gris oscuro y una bufanda con un diseño de arco iris. Jones estaba allí con dos jóvenes músicos latinos, de quienes era mentor, y muy conmovido por el concierto. Durante su juventud en París había estudiado composición con Olivier Messiaen. En vez de hablar de música culta, Dudamel conversaba con Quincey Jones sobre baile.
-Soy una persona nocturna. Duermo de día y leo de noche. Y me encanta bailar -le dijo-. ¿A ti no te gusta la salsa?
-Sí -dijo Quincey Jones-. Y la bailo.
El director de orquesta y su esposa, la bailarina, estaban invitando a Quincey Jones a Venezuela. Él puso una sola condición: ir a bailar salsa. Luego le hizo varias preguntas a Eloísa Maturén. Quería saber si conocía la música de dos cubanas: Celia Cruz, la legendaria cantante de salsa, pero, sobre todo, de La Lupe, la mítica cantante de boleros.
-Es que ella fue mi novia -le explicó Jones.
Eloísa Maturén hizo un breve silencio, como quien toma aire para gritar una noticia.
-¡Mi amor, ven acá! ¡Quincey dice que fue novio de La Lupe!
Dudamel se volvió hacia él con una cara de adolescente cómplice.
-¡¿Fuiste su novio?!
-Sí -respondió Jones-. Ella debe estar muy vieja ahora.
La Lupe está muerta y él no lo sabía.
-Eres terrible. ¿Qué más, Quincey? -insistió Dudamel-. ¿Qué más?
Quincey Jones debía irse y se despidió con un abrazo. Fue un abrazo en forma de candado en el cuello, de esos que se les da a los niños cuando quieres llevártelos contigo.
3.
Si en Venezuela es un hijo predilecto, en Los Ángeles ya es un hijo adoptivo. Desde que tomó la batuta de su orquesta y se instaló en el Walt Disney Concert Hall, Frank Gehry le propuso un proyecto juntos, los Lakers le regalaron una camiseta en su honor, un cartel publicitario con su imagen aparece en la última película de Julia Roberts -Valentine's Day- y hasta una cadena de salchichas de la ciudad bautizó uno de sus hot dogs con su nombre. Desde que a los veintitrés años ganara el primer Concurso Mahler para Jóvenes Directores de Orquesta, en Alemania, Dudamel se ha ido convirtiendo en un agitador de masas de la música clásica. Tres años después, la Filarmónica de Los Ángeles lo contrató de director musical sucediendo al prestigioso, intelectual y casi esotérico Esa-Pekka Salonen, el director de orquesta finlandés que durante más de una década y media había experimentado con éxito de crítica un repertorio de música contemporánea y quien fuera jurado del concurso Mahler que detonaría el boom de Dudamel. "Es un animal de la dirección", le dijo entonces a la presidenta de la Filarmónica de Los Ángeles, y ella, Deborah Borda, viajó decidida a cazarlo para esta ciudad. Hoy el hijo del trombonista ha empezado a rejuvenecer los auditorios y convocar a nuevos fieles para un arte en el que lo novedoso no siempre es bienvenido. La gracia de lo clásico es su perdurabilidad a través del tiempo. Pero ahora, desde su batuta, Dudamel ha probado que la última novedad de la música clásica es que se contagia. Antes de aterrizar en Los Ángeles, Dudamel era un prometedor director de orquesta con el cabello muy corto y unos anteojos de primero de la clase.
Era la ilusión de José Antonio Abreu, el fundador de una empresa épica, el Sistema de Orquestas Juveniles de Venezuela, más conocido como El Sistema. En más de tres décadas, esta institución que crió a Dudamel ha rescatado el talento musical de más de medio millón de jóvenes de su país que crecieron rodeados de pobreza o de olvido. Hoy el modelo de enseñanza de El Sistema está pronto a exportarse a unos cincuenta países del mundo. Abreu, un doctor en economía que fue ministro de Cultura de Venezuela, director de orquesta y organista, cree que en su país han iniciado una nueva era: el arte como una obra de mayorías para mayorías. Simon Rattle, el director de la Filarmónica de Berlín, la orquesta más prestigiosa del mundo, ha sentenciado que lo más importante que le está sucediendo hoy a la música en el mundo es lo que ocurre en Venezuela y que Dudamel es el más asombroso director de orquesta que ha visto en los últimos años. No exagera: ya suman unos trescientos mil jóvenes educados a través de la música en un país cuya ciudad capital tiene uno de los más altos promedios de homicidios del mundo. Sembrar orquestas en cada pueblo es una revolución social silenciosa. Hoy Dudamel es la punta del iceberg de este milagro colectivo. Pero el hijo del trombonista es más que una nueva tormenta eléctrica de música.
4.
Una noche, después de dirigir su segundo concierto de la Turangalîla en el Walt Disney Concert Hall, Dudamel tenía hambre. En el estacionamiento del teatro, subió en un BMW convertible azul que conducía Jean-Yves Thibaudet, el gran pianista francés que interpreta desde solos de Debussy hasta improvisaciones de jazz de Bill Evans, y a quien esa noche un amigo le había prestado su automóvil. Por esos días, en Los Ángeles, Dudamel había rentado un minicooper azul que dejaba aparcado en su hotel. En el camino, le contó al pianista que andaba buscando una casa en la ciudad. Conversaron de comida y de autos -Thibaudet tiene un Ferrari en París-, y el hijo del trombonista le contó la ilusión por su hijo por venir. Iban a cenar donde unos amigos, un fabricante de guitarras estadounidense y una abogada y productora española. A Eloísa Maturén la llevaba un chofer en una camioneta y allá los estaba esperando Alberto Arvelo, uno de los amigos más queridos de Dudamel, un ex músico criado también por el milagro de Abreu y que hoy es un cineasta con un segundo documental sobre el efecto salvador que El Sistema ha tenido en el mundo en miles de niños educados a través la música. El fabricante de guitarras, anfitrión de la cena, vivía en el distrito de Brentwood, al oeste de Los Ángeles, en unas colinas donde a esa hora de la noche las únicas luces visibles eran las de los automóviles. El lugar lucía como un bosque de árboles tenebrosos y, al bajar del auto, Dudamel imitó ese uuuuuuuu que hacen los niños cuando quieren asustarte en la oscuridad.
Hacia el final de la cena en la casa de fabricante de guitarras, el director de orquesta empezó a arrugar papelitos y lanzarlos contra el cineasta. Tumbado en un sofa, este seguía el juego de Dudamel como su antiguo cómplice de bromas pesadas. Después de conversar de fútbol y de béisbol, anunció que durante su próximo viaje de Los Ángelesa Milán, donde dirigiría en La Scala, se la pasaría en el avión estudiando la ópera Carmen. Subiendo por la colina en tinieblas, en busca de su automóvil con chófer, el director de orquesta empezó a corretear tras el cineasta para lanzarle unos bocaditos de chips. Ya en la camioneta, en la ruta de regreso, Eloísa Maturén puso Carmen en el tocador de DVD, una interpretación de Plácido Domingo y Teresa Berganza. Era de madrugada y durante el trayecto hacia el hotel ambos se fueron quedando dormidos.
A Dudamel no le gusta hablar de sus sueños.
-Es muy cómico, porque yo le cuento los míos y tampoco le gusta que se los cuente -me había contado su mujer.
-¿Tú no sueñas con música? -le preguntaría al día siguiente a Dudamel.
-Sí. Pero sólo con ensayos.
5.
Dudamel es de esos hombres que cuando entra en un lugar hace que casi todos vuelvan sus cabezas: el pelo le baila y ríe por su cuenta, y su sonrisa se inocula en tu estado de ánimo. El director de orquesta más pop del mundo es ya un proyecto de estatua, y su escultor del futuro tendrá serios problemas para domar su cabello. Dudamel es dueño de esa energía luminosa y magnética que es inútil traducir con metáforas de compañías eléctricas. "El carisma no se aprende -dice Charles Lindholm-. Sólo existe. Como la estatura, o el color de los ojos." José Antonio Abreu, el fundador de El Sistema y gran maestro de Dudamel, lo explica con un monosílabo: "Es un don". Los carismáticos suelen alterar nuestra atención. En algunos casos, la convierten en devoción y hasta en sometimiento. Aún se sigue discutiendo sobre el carisma de Hitler y del Che Guevara, o sobre el magnetismo de Rasputín. Pero esta gracia no dura para siempre. Hoy casi nadie concede más el entusiasta crédito que en sus principios tenía Barack Obama, el presidente de Estados Unidos que bromea sobre no saber cuándo aplaudir en los conciertos y quien saludara a Dudamel en una carta de bienvenida a la nueva temporada de la Filarmónica de Los Ángeles. El carisma es un asunto tan genético como esotérico, más cerca de la magia que de la razón. El caso de Dudamel se intensifica al ser músico, tener un cabello electromagnético que se divierte con todos, y el poder de dirigir una gran orquesta.
Las más memorables performances de un director acaban siendo el gran acto de su gestión musical de un hombre que te da la espalda. Da la impresión que el público paga su entrada a un concierto suyo para ir a ver a Dudamel y, de paso, a escuchar a la orquesta de turno. Sus fans jamás votarían por él para presidente de la república, pero quizá lo nombrarían director de una fundación caritativa o líder de una asociación internacional de padres de familia. Aunque sepas que es inalcanzable, el hijo del trombonista tiene el poder de ser muy familiar. ¿Por qué el director de una solemne orquesta sinfónica tiene el carisma de un rock-star tan cristiano? No es la familiaridad como rutina sino como juego. Dudamel nos hace creer que siempre está pensando en hacernos felices por un rato.
El hijo del trombonista aprendió música con dosis similares de rigor y de felicidad creativa. Ha sido el consentido de maestros fuera de serie como Claudio Abbado, Simon Rattle y Daniel Barenboim. En EE.UU. lo comparan a Leonard Bernstein, otro carismático hasta el fin de sus días y que gozó de la fama de un artista de Hollywood. Dudamel está construyéndose una voz propia: es fotogénico y mediático, pero no controla las cámaras ni pacta en persona negocios millonarios como lo hizo Von Karajan en su tiempo. Es enérgico, pero no un dictador como lo fue Toscanini. "Dudamel tiene unos ojos que transmiten el amor por lo que hacen -dice el pianista Jean-Yves Thibaudet-. Entonces lo ves feliz, y sientes que allí tienes a un amigo, que le encanta lo tuyo y que quieres tocar lo mejor para él. "A Meredith Snow, que toca la viola en la Filarmónica de Los Ángeles, le conmueve su talento para encarnar una emoción. "No sólo hace que la música envuelva su cuerpo -dice-: él la magnifica." Vijai Gupta, un violinista indio de la misma orquesta, compara a Dudamel con un abrazo. "Nos devuelve en cada ensayo la memoria de por qué estamos haciendo música. Es tan fácil olvidarse de eso -dice Gupta-: venimos a este lugar todos los días. Hacemos música hermosa todos los días. Pero la razón por la que tocamos es recuperar esa primera vez que escuchamos algo sorprendente y maravilloso. Él nos lo recuerda siempre." Dudamel no ejerce un poder autoritario tratando a sus músicos de súbditos. Lo suyo es un contagio irresistible para hacer música. Es un genio de la inspiración musical, alguien que en sus ensayos les dice a sus músicos lo que quiere con metáforas que todos celebran. "Tienen que ver con el amor, o con comidas deliciosas y bebidas embriagantes", recuerda Mark Kashper, quien nació en Rusia y toca el segundo violín. Un día su orquesta ensayaba la Sexta Sinfonía de Beethoven, uno de los pasajes le hacía ruido y Dudamel les pidió que volvieran a tocarlo. Les dijo que lo hicieran como dos chicos enamorados corriendo desnudos por el bosque.
6.
El hijo del trombonista no siempre parece el hombre más feliz de la Tierra. También le tocan las adversidades del azar. Una noche del 2007 dirigía a la Filarmónica de Nueva York, y unos segundos antes de terminar la Quinta Sinfonía de Prokofiev, Dudamel sintió un crujido. Se había roto la batuta. Su punta había volado hacia atrás hasta caer sobre un desprevenido señor X del público. Dudamel había sido invitado a dirigir la misma orquesta que en la primera mitad del siglo XX habían conducido los legendarios Mahler y Toscanini, y en la segunda, grandes maestros como Bernstein, Pierre Boulez y Zubin Mehta. Pero la batuta que se partió no era la suya. La invitación incluía el honor de dirigir con la antigua varita de Leonard Bernstein. "Fue un accidente -me diría Dudamel en Caracas-. Como yo dirigía sin partitura, no hubo forma de que esta se golpeara. Prácticamente, se rompió sola." Cuando esta voló por los aires, el mismo Dudamel fue a buscarla hasta las butacas del teatro y se la pidió a un hombre que la había guardado como si se tratase de un pedazo de los Beatles. El mismísimo Richard Horowitz, quien toca el timpani en la orquesta del Metropolitan y ha compuesto música para películas de Bertolucci y Oliver Stone, le ofreció repararla. "Al final me dijeron que preferían guardarla así -me cuenta Dudamel-. Les parecía más histórico." Al chico que juega más con la batuta, la historia de la música del siglo XXI le había reservado esta broma del destino.
Dudamel no sólo contagia alegría: también fabrica nudos en la garganta. Después de dirigir el tercer concierto de la Turangalîla en el Walt Disney Concert Hall, hubo gente llorando. Es normal en sus conciertos. El llanto adquiere con Dudamel la dignidad de un agradecimiento callado, una alegría paradójica que estimula las glándulas lacrimales y promueve el regreso masivo de los pañuelos. Pero el director de orquesta también hace llorar a su esposa. Eloísa Maturén recuerda sobre todo un concierto en que dirigió a la Sinfónica de Viena, en Lucerna, con la Primera Sinfonía de Mahler. "Lloré durante todo el concierto -me dijo-. No siempre tiene que ver con la performance sino con el momento que se vive." Otra vez, en Italia, al mando de la orquesta Santa Cecilia de Roma, Dudamel dirigía Romeo y Julieta de Prokofiev, una de las piezas favoritas de cuando su mujer hacía ballet. "Gemía como un bebé -me dijo la ex bailarina-. De rato en rato la señora de al lado me preguntaba si estaba bien." Con su barriga de futura madre, Eloísa Maturén recuerda también un concierto en el barrio de La Vega, uno de los barrios más pobres de Caracas, al que Dudamel le dedicó un repertorio mixto de música clásica y popular. "Ver la cara de agradecimiento de toda la gente es lo más conmovedor", me dijo ella en el camerino del Walt Disney Concert Hall. Desde allí, a esa hora de la noche, por una pantalla de circuito cerrado, se veía a su esposo dirigiendo la Turangalîla. Contarlo era para ella otro modo de dar las gracias. Dudamel no sólo hace llorar a su esposa y al público. En Nueva York, durante su primer tour con la Filarmónica de Los Ángeles, después de tocar la Sexta Sinfonía de Chaikovski en el Lincoln Center, el final fue inesperado para sus músicos. "Cuando acabó el concierto -me dijo el violinista Vijay Gupka-, lloré en el escenario. Varios de nosotros lloramos." Así es. Los músicos también lloran. Y lloran por Dudamel.
7.
Un domingo de octubre del 2010, antes de entrar a dirigir el último concierto de la Turangalîlaen Los Ángeles, Dudamel andaba en calzoncillos en su camerino buscando su traje de gala mientras me explicaba por qué era director de orquesta. Un día le había tocado dirigir en Haifa, en la frontera del Líbano con Israel, minutos después de que cayera una bomba muy cerca del teatro. Los gerentes de la Filarmónica de Israel le preguntaron si quería suspender el concierto, pero él se quedó a tocar las Canciones de los niños muertos, de Mahler. "Y la gente siguió allí -me dijo como si aún estuviera sorprendido-. Eso es el poder de la música." A veces una melodía es tan necesaria como un médico para calmar el dolor. Dudamel vive la música con una intensidad física tal que se ha hecho treinta y nueve exámenes cardiacos.
Si los rockeros mueren de sobredosis, los directores de orquesta mueren de infarto. La alegría de Gustavo Dudamel le ha permitido sobrevivir en una ciudad acostumbrada a los metales pesados. Tras verlo dirigir la Sinfonía Fantástica de Berlioz, John Densmore, el baterista de The Doors, quien hoy se opone a sus compañeros que quieren resucitar esta banda, fue a buscarlo una noche. "¿Creen que el maestro quiera conocer al baterista de Jim Morrison?", dijo a los de seguridad. Al verlo, Dudamel se inclinó ante él hasta el punto que su pelo envolvió la muñeca del rockero por casi un minuto. "No he venido aquí por su pelo largo", le dijo un avergonzado Densmore, quien dice que la música corre por las venas de Dudamel y se mezcla con su sangre.
Esa tarde dominical del 2010, cuando el director de orquesta ya se había cubierto los calzoncillos para entrar al escenario de la Turangalîla, el vicepresidente de la Filarmónica de Los Ángeles le anunció que después de la función querían verlo dos de los Red Hot Chili Peppers. Eran el vocalista, Anthony Kiedis, y el bajista, conocido como Flea, quien también conduce un proyecto para niños parecido a El Sistema aunque en onda rock. El director de orquesta estaba emocionado. Pero no calcularon la larga duración del concierto de Messiaen, y dos horas y media después no p